Ana había recibido por correo un sobre con fotos muy antiguas.
Venía de Rosario. Lo había enviado una de las primas de su padre. Al rasgar el
sobre con ansiedad, algo cayó del mismo. Dejó las fotos de lado y levantó un
papel pequeño y doblado en cuatro, en el mismo con letra temblorosa estaba
escrito: “Querida Ana, te envío estas tres fotos de tus familiares, para que
las guardes de recuerdo, en tus manos están mejor”
Ana era la única hija de Antonio y Ángela. Los padres habían
nacido en un pueblo pequeño, de la provincia de Buenos Aires. Todos los verano
y también en alguna de las vacaciones de invierno, viajaba a visitar su
familia. Ana era muy querida por todos y también muy traviesa. A los veintidós
años se casó, tuvo cuatro hijos. Ella, con esposo y los chicos seguía yendo al
campo a visitar a su gente.
Sentada en el piso del dormitorio, sobre la suave y mullida
alfombra color granate, Ana había adoptado una postura de buda en trance. En
las manos, sostenía una foto donde se veían a unos niños jugando en la galería,
de una casa de campo.
Un rayo de sol se filtraba, a través de la puerta abierta, que
daba al jardín. Su luz se proyectaba sobre las fotos esparcidas alrededor de
las piernas cruzadas de la muchacha. El álbum abierto guardaba algunas en su
interior. Éstas parecían querer salir, desperezarse del largo encierro y tomar
vida.
Apenas el sulky tomó el camino real, la tía abuela María, gritó al
caballo.
––¡Vamos “Cariño”, apresúrate!
El alazán resopló fuerte y salió a galope tendido, rumbo a Timote
Chico. Ana apenas pudo sostener en su cabeza el sombrerito verde que estrenaba
ese día. La abuela María, cómo le decía la niña, la había ido a buscar a la
casa del tío Antonio, en el pueblo de Timote Grande. Pasaría unos días en la
finca de las lilas. Se sentía feliz de ver de nuevo a los tíos y primos, por
parte de su padre. como el alazán, con el paso firme, entró por el camino
principal lleno de lilas a ambos costados del sendero. El viento mecía
suavemente los arbustos altos, mezclando los colores blanco, rosa y
violeta de las flores. Cientos de mariposas “comarca”
revoloteaban. Un fuerte perfume embriagaba el aire cálido de fines de enero.
Al llegar a la casa, las recibió un griterío alegre de niños y
adultos.
––¡Bienvenida, querida Anita!, -dijo a modo de saludo el abuelo
Juan, ayudando a la pequeña a bajar del carruaje.
En un segundo se mezclaron: saludos, abrazos y besos de alegría al
ver a la prima Ana.
Ana sigue sentada en la misma posición de buda. Toma otra foto y
contempla una casa larga, tipo chorizo, con la galería llena de hermosas
plantas. La casa estaba hecha de adobe y barro, con el techo a dos aguas. Era
de una sola planta. Las puertas de las distintas habitaciones daban a la larga
galería. Cada tanto, un banco de madera color marrón intenso, invitaba al
descanso. Plantas de helecho colgaban de los arcos de la galería, donde el
viento mecía sus largas hojas como melenas enruladas. Rosas de varios colores,
algunas en maceta y otras enredadas se abrazaban a las columnas. Jazmines del
país, del cabo y un sinfín de plantas adornaban y perfumaban el aire, sobre
todo en las noches cálidas. A Ana le encantaba levantarse al amanecer con los
tíos y primos para desayunar, antes de que estos partieran para realizar las
tareas del campo. La cocina era muy amplia. El fogón donde cocinaba la abuela
María, con un gran tiraje, se alimentaba a leña, carbón o bosta, cuando
escaseaba la leña. Aquel artefacto tosco y oscuro, irradiaba calor y
mansedumbre, convocando a la familia no solo a comer, sino a departir y
elaborar el mañana.
Una leve brisa movió las cortinas de la habitación de Ana, que
seguía sentada a lo buda. Una foto hizo un pequeño vuelo y quedó junto a ella.
Al tomarla entre las manos, una sonrisa al estilo de la Mona Lisa, pareció
verse en su rostro. En la misma estaban las primas Graciela e Irmita, con sus
padres Chicha y Petete. El tío Petete era un hombre alto, corpulento, de tez
morena. Vestía camisa y bombachas camperas, que unas botas altas sujetaban a las
piernas. En el cuello, un pañuelo anudado y en la cabeza una gorra vasca de
color negro.
Ana cerró los ojos… Su pecho se agitó al huir un suspiro suave.
La amplia ventana de la cocina, daba al jardín que cuidaba Petete.
El hombre, cuando terminaba su recorrido por el campo, le encantaba arreglar
las plantas. Se sentía orgulloso de ver el sendero de entrada, desde la
tranquera principal hasta la casa, cubierto de los arbustos de lilas que había
plantado. Las había cuidado como a un bebé recién nacido. Les hablaba, las
mimaba, hasta que fueron creciendo y explotaron en hermosos racimos de flores
color rosa, blanco y violeta. Un perfume suave y penetrante seducía el lugar.
No permitía que nadie las tocara. Él se encargaba de la poda, de remover la
tierra, para airear a “sus niñas” cómo las llamaba.
Ana abrió lentamente los ojos y volvió a mirar la foto. ¿Qué
misterio envolvía a Petete? Los recuerdos volvieron a invadirla, a
transportarla a cuarenta años atrás.
Con los primos jugando en la gran laguna artificial que había
construido el abuelo Juan. Allí varios patos y dos cisnes de cuello negro, se
paseaban con elegancia distinguida sobre el espejo de agua amarronada. Un
matungo desteñido por los años, movía dos veces por día, el malacate para
llenar de agua el pozo. Cuando esto sucedía, los animales salían del agua y se
echaban bajo las sombras de las ligustrinas. Entonces ahí aprovechaban los
primos a jugar con el agua. Terminaban todos embarrados hasta las orejas. De
las orejas, eran llevados los varones por el padre o la madre, reprendiéndoles
ya que sabían que nadie debía de meterse en ese lugar. Pero el momento feliz
que habían pasado, valía la pena el reto y el castigo.
Apenas terminaban las clases, los padres de Ana viajaban al campo,
a la casa de la abuela, madre de su mamá. Siempre sucedía lo mismo, los padres
dejaban a la niña al cuidado de la abuela y del tío y regresaban a Buenos
Aires. Allí pasaba todo el verano. Un año, le sorprendió que la abuela María,
no la fuera a buscar para pasar unos días con los primos. Por más que
preguntara la razón de esa ausencia, siempre le respondían lo
mismo “que no sabían nada”. “Estarían muy ocupados con las labores
del campo”, no le daban mucha importancia. Pero Ana se sentía rara, angustiada…
No dudó más y se fue a la casa de los amigos, tenía que averiguar. Y sí,
“Pueblo chico, Infierno Grande”. Sarita, la mejor amiga de Ana, le contó algo
que había escuchado hablar a sus padres con otros vecinos. Pero que le habían
prohibido a ella que le dijera a Ana lo sucedido.
Ana volvió a tomar la foto de los tíos y las primas. Una nube de
recuerdos y tristeza le pasó por sus ojos castaños. El pasado volvió a revivir
en el fondo del corazón de la muchacha, ahí donde se guardan bajo “siete
llaves”, las cosas que duelen y no se pueden comprender.
Terminaron las vacaciones y Ana volvió a Buenos Aires con
Francisca, su madrina, que después de visitar unos días a la madre y al
hermano, la trajo de vuelta a la casa de los padres.
Ana empezó a prepararse para comenzar un nuevo año del colegio. Ya
había pasado a sexto grado. Nunca comentó con los padres lo sucedido en el
campo. Además ella sabía que no le contarían nada. Con el correr de los meses,
parecía que la niña se había olvidado de ese verano extraño.
La muchacha va guardando las fotos en el álbum, una por una,
acariciando con los dedos los rostros de esos seres tan queridos. Una vez más
le invaden ecos de la infancia tan feliz pasada en el campo. Pero igualmente se
estremece ante algunos recuerdos…
Y otra vez el verano, pero éste no sería igual a otros. Las clases
habían terminado antes de lo previsto. Una severa epidemia de poliomielitis, se
había desencadenado más fuerte que las anteriores. Los padres de Ana la
llevaron al campo para que estuviera protegida del contagio. El pueblo se
hallaba sacudido por las noticias que llegaban de Buenos Aires sobre la
llamada “parálisis infantil”. Ana sufrió al principio porque
muchos padres tenían miedo de que los hijos se juntaran con ella y se pudieran
contagiar. Ana había recibido la vacuna correspondiente un tiempo atrás. Las
dudas de los padres se fueron disipando cuando la abuela María, vino a buscarla
para llevarla a Timote Chico. Doña María no expondría a sus nietos a un
imaginario contagio, era el comentario de la chusma del pueblo. Ana se sintió
renacer. De la incomodidad de no poder estar con sus amigos del pueblo, pasó a
la felicidad de estar con los primos. Aunque un dolor oculto todavía la
aguardaba.
Ana cerró el álbum de fotos. Se levantó despacio y se fue al
jardín. Sentada en una hamaca seguía recordando ese año tan ingrato, pero no
menos maravilloso que otros anteriores.
El camino de entrada a la finca seguía resplandeciente con las
lilas balanceándose al compás de la brisa veraniega. Le llamó la atención el
silencio de la abuela María, casi no había hablado durante el viaje. Ana no
preguntaba nada. Quería llegar a lo de los primos pronto. Poder jugar con
ellos. Tomar la leche en un tazón blanco y grande con galleta de campo, untada
con la mantequilla hecha en el día por el abuelo Juan. La llegada de la niña
fue recibida con gritos de los primos y abrazos de todos. Algo raro sucedía. A
pesar de la alegría que demostraban, se sentía en el aire como si un fantasma
paseara la tristeza por el lugar. Después de la merienda, los primos salieron a
corretear por el campo. Graciela, la prima mayor, caminaba lentamente, no hacía
caso al llamado de los otros chicos. Ana se fue acercando y, muy suavemente, la
tomó de la mano. Se sentaron sobre un tronco distraído del resto del árbol. Y
allí brotó la confesión. El silencio salió despedido como un disparo de cañón a
cielo abierto.. ¡Basta es hora de saber lo que sucede!, pensaba Ana mirando a
la prima a los ojos. Graciela, con un hilo de voz, le cuenta que su padre había
muerto el verano anterior. Por eso nadie la había ido a buscar al pueblo.
Estaban muy doloridos y no querían que Ana sufriese con la noticia. La
muchachita ahogó un pequeño llanto que brotó del fondo de las entrañas. Pero lo
peor es que el tío Petete, no había muerto por una enfermedad. Chicha, la
esposa, lo había encontrado en el granero colgado de una viga. Se había
ahorcado. Petete sufría de una enfermedad que la traía desde sus antepasados:
la locura. Y él no quería llegar a ese estado. Siempre había sido un tabú en la
familia del hombre. Nadie quería hablar sobre la herencia que pisaba muy de
cerca los talones de los hombres. Solamente la heredaban los varones… Ese fue
el último año que Ana pasó en Timote Chico. La familia había vendido la casa
larga como chorizo, con su galería mezclada de colores alegres y perfumados. La
laguna se había secado. Los patos y los cisnes volaron rumbo a otras aguas
mansas, seguramente con otros niños. Toda la familia partió hacia Rosario. Allí
los chicos podrían tener una buena vida y poder estudiar. Alejarse de los
recuerdos tristes. Pero la casa de las lilas siempre viviría en el corazón de
cada uno de ellos, también allí habían sido muy felices.
Ana, repasa en su memoria: la graduación de los primos. No había
asistido, pero el recuerdo de las cartas donde le daban la buena noticia la
llenó de felicidad por ellos. Ricardo, el más pequeño de los varones, se había
ido a España. Allí terminó de cumplir el sueño de toda la vida, ser músico.
Llegó a ser director de orquesta en Torremolinos y es dónde vive actualmente.
El hermano mayor fue el director médico del hospital de Casilda, Santa Fe.
Graciela se recibió de abogada e Irmita de sicóloga. Los abuelos,
María y Juan habían muerto unos años atrás. Chicha y su hermana vendieron el
negocio de lencería que habían instalado en Rosario y se jubilaron. Hoy ellas
están brillando en el cielo como estrellas magnificas.
Ya está anocheciendo, Ana cierra la puerta del cuarto y marcha a
preparar la comida para el marido y los hijos.