Binomios (Juan Magliano)

De sombras atigradas

Se volvió asimétrica tu decadente panza y ese tono imparable de
arrogante macho. No fuiste así, pero los cuerpos y mentes
envejecen y se ven como sombras de tigre esmeriladas en la
mampara de la ducha. Si cogimos a gusto, preguntás, como
aniñado espectro sin tareas. Encogida en ausencia quizás; pero
nada te dije, nada. Te parás en la cama y mostrás al espejo tus
partes más cuidadas. Y gorjeás de costado como canario flauta sin
mirarme.
– ¿Y? ¿Cómo me ves? –con ojos que tazan tus deseos en la
memoria blanca de mis zarpas. No preguntes amor, ya ni te veo.
Nunca te conmovieron los finales. Veamos qué pasa hoy en este
cuarto con el final rugido de una tigresa en sombras.



Diálogo en un banco del Borda

Uno dice:
“Vos tenés una boina de hierro en la cabeza, y una rana en el
bolsillo superior de tu chaqueta. Y sentís maldecir las araucarias
cada vez que pasás cerca, y apoyás un tamanduá mielero en tu
regazo o esparcís colibríes lengua larga sobre narices rojas. Y
cuidás un pichón de dinosaurio que se calienta al sol en tu frazada.
Además escuchás con tus ojos, arpegios en las cuerdas vocales de
los mudos. ¿De qué manera evitarás que en tus salidas los pibes de
tu barrio se burlen del loco de la estatua?”

Otro responde:
“Doctor, pensé que usted sabía que a los pibes del barrio no les
incomodan los arpegios”



Sobre cuadernos del instante

Ella juega a la mancha venenosa en la penúltima visión del cuarto
oscuro. Me cuesta terminar el final de mi propia biografía y ella
espera dócilmente que amanezca. Y fue solo un tirón nomas, un
golpe seco. Ella nunca llega temprano ni muy tarde. Sólo respiro
ahora porque existo. Y si puedo silbar en este instante seré
inmortal, hasta la noche, al menos. Tal vez de madrugada juguemos
a otra cosa sin el cuaderno a mano.

Qué puede mirar un/una... (Juan Magliano)

1.

Si me convierto en jugo llenaré tu boca
veré la tibia hendidura de tus labios
viajaré por el valle de las comisuras
y en las teclas perfectas de tus dientes
enjugaré dichosa con mi pulpa
el amor agridulce que nos damos.
Y si me quedo en gajos, como besos perdidos
dejaré que me trinches para soñar
siquiera unos instantes
en tu lengua húmeda y dispuesta.

Soy el molino manchego del Quijote
miro a ese niño
entrar conmigo
en fiera y desigual batalla
con mis aspas oblicuas unidas
por un eje para moler migajas
yo veo a ese chiquillo toledano
otear mis brazos en el viento
y seré sin duda su gigante,
y el hermano menor será su Sancho
para insinuar la tozudez del amo.

Si esos niños me miran quijotados
no habrá en Toledo una ilusión perdida.
La más bella locura, lo imposible,
debe ocurrir en la niñez primera.


2.

Nací con tres ojos luminosos. Hermosas prostitutas, mis amores cercanos.

Con ojo verde las veo transparentes, atentas, solidarias. Protegen a maestras
jardineras al terminar el turno de la tarde, si las pirañas buscan arrebatar los
monederos para comprar su paco.
El corazón de los que dan señales con el cuerpo se me asemeja tanto.
Encienden rojo alerta si en la esquina se cuela alguien que no es del palo.
Y si prevengo a un coche con mi ojo amarillo, bajan el vidrio y se negocia. Es
un momento tenso y repetido. Se abren puertas traseras y adelante; o todo
termina con los tacos de punta en mejillas difusas. Termina la jornada;
ilumino el silencio intermitente con guiños indiscretos, quietud amanecida. Y
de nuevo aparece mi temor cableado en corto. No quiero que se apaguen
para siempre mis hermosas prostitutas.



3.



Soy una pegatina colorida, cara optimista y amurada que anuncia una bebida

cola y mira la tristeza y la dicha cambiante cuando la gente pasa por la
cuadra. Un hombre joven habla con alguien que no veo y hace gestos de
encono o de protesta. Yo haría lo mismo si pudiese ladear un poco mi mueca
dichosa de la nada. Un niño con su madre me descubre: mirá mami se
parece a Nico.
La infancia sabe cómo inventar sonrisas.

Yuly, en primera y en reversa (Juan Magliano)


El día que lo vi
del otro lado de la ronda
frente a mí
ya no era el mismo
y mentiría si dijese que
aún lo amo
y es todo mío,
que siempre ha sido
el  amor de mi vida,
me ha engañado
y jamás me oirá decir que
ha sido hermoso.



Ella y su máquina de caminar (Yuly Enciso Cifuentes)


Ella y su máquina de caminar cruzan antiguos mundos inmateriales. La nada aparece, rosas rastreras oprimen su andar sinuoso. Súplica inquietante. Nidos ultra ociosos sostienen ocultas operetas crudas. Un leve temor onírico surge, su última risa gana espanto. En soledad parca ansía naves terrenas ostentosas o simples tarareos entre notas tristes. Oculta su andar, silencia su imagen lenta. Entrelaza navíos celestes, inciertos, agónicos, altivos. Germinan oráculos negros indescifrables ante satíricos susurros alados. Tentada intenta romperlos, invoca cosmos olvidados sobre sal, orquídeas brillantes, romero embrujado y entrañas marchitas. Bañado con rosas un juramento ha dado. Olvidada, oculta y leve, vuelve indiferente donde antes de anidar andaba. No imagina decir adiós, rueda y sale sola. Ante la espesura enreda suplicas purpúreas en ramales amarillos atados. Su maquina ante rayos indeseados llora, lee oídos silenciosos, siluetas invisibles y labios esmaltados. No cae, intenta orquestar caóticos sonetos oscuros. Sin suerte ora, late hondo. Sola sin otra ella a quien culpar, su inquietud enlaza nidos negros inertes de otras súplicas.  

Aquel verano (Mirta Cataldi)

Hundidos mis pies en la arena,
recuerdo aquel verano.
Corríamos felices,
nos habíamos adueñados del lugar.
Al borde del mar
pequeños remolinos de olas
nos enfrentaban con algas estremecidas
por las corrientes.
Esos días lucían colores rojos y verdes.
Nos miraban asombradas.

El planeta cruje vencido.
Yo solo miro fuerte y lejos.
Los vientos se llevaron la arena.
El sol se hundió
y el mar se puso negro.
Yo pienso en Ana.
Me dejo caer sobre
la arena caliente.
Miro el cielo, una nube entrometida
me refleja esa mirada ausente.

Tardé en volver allí (Juan Magliano)

al olor hierbabuena
de tu pelo mojado
al roce quisquilloso
que rondaba en las pausas
como lirio de noche
laberinto circular
de los temblores
Hendiduras urgidas
por soltarse
y rezagar el miedo
a encontrar
las cenizas
de amores inconclusos

rebuscar con mis labios

tu cintura perpleja
contraluz del rincón
que nos llamaba
hacia el verde marino
de aquel cuarto
y tallar en la pared
reflejos de lumbreras
y esas caricias tuyas
y los ojos despiertos
para ver
cómo danzan
racimos espumosos
minúsculas burbujas
de leche
y medias lunas
caladas en la taza
tu mantel alistado
una página blanca
de siete versos libres
desnuda como el ángel
de la sonrisa triste
que sólo quería
naufragar en tu mirada

Artes poéticas (AA. VV.)

La poesía no te exige que seas grande.
No te quiere mayor ni menor de lo que eres.

De nada le sirve que hables como los demás.
Repetir es detenerse donde otros llegaron.

La poesía quiere apenas
que detengas tu atención en lo que sólo tú puedes ver.

(Geraldino Brasil) 

*

LA
POESÍA
MORIRÁ
SI NO
SE LA
OFENDE

hay
que poseerla
y humillarla en público

después se verá
lo que se hace

(Nicanor Parra)

*

HE AQUÍ

He aquí una oruga.
Y repta.
Repta hacia el alimento,
Eso es al menos lo que ella cree,
Y además es cierto,
Pero también repta
Hacia su avatar,
Hacia su vida de mariposa,
Y este objetivo
Ella no lo adivina.
Tú, tampoco adivinas todavía
Hacia qué escribes.

(Eugene Guillevic)

*

Levantar el papel donde escribimos
y revisar mejor debajo

Levantar cada palabra que encontramos
y examinar mejor debajo

Levantar cada hombre
y observar mejor debajo

Levantar a la muerte
y escudriñar mejor debajo

Y si miramos bien
siempre hallaremos otra huella.
No servirá para poner el pie
ni para aposentar el pensamiento
pero ella nos probará
que alguien más ha pasado por aquí.

(Roberto Juarroz)

*

DEL OFICIO DE LA POESÍA

Hay que incendiar a la poesía
y cantar luego
con las cenizas útiles.

(Jorge Boccanera)

*

Inútil decir más.
Nombrar alcanza.

(Idea Vilariño)

*


ENSAYO BREVE SOBRE LA HONESTIDAD POÉTICA

no es que los poetas mientan
es que los mentirosos
quieren hacer poesía

(Jorge Boccanera)


*

El poema respira por sus manos,
que no toman las cosas: las respiran
como pulmones de palabras,
como carne verbal ronca de mundo.

Debajo de esas manos
todo adquiere la forma
de un nudoso dios vivo,
de un encuentro de dioses ya maduros.

Las manos del poema
reconquistan la antigua reciedumbre
de tocar a las cosas con las cosas.

(Roberto Juarroz)

*

RESURRECCIÓN

La poesía entra en el sueño
como un buzo en un lago.
La poesía, más valiente que nadie,
entra y cae
a plomo
en un lago infinito como Loch Ness
o turbio e infausto como el lago Balatón.
Contempladla desde el fondo:
un buzo
inocente
envuelto en las plumas
de la voluntad.
La poesía entra en el sueño
como un buzo muerto
en el ojo de Dios.

(Roberto Bolaño)

*

ARTE POÉTICA

La poesía es respiración.
Y recuerden siempre:
Las respiraciones de cada quien están contadas.

(Santos López, Venezuela)


Yo me callo, yo espero
hasta que mi pasión
y mi poesía y mi esperanza
sean como la que anda por la calle;
hasta que pueda ver con los ojos cerrados
el dolor que ya veo con los ojos abiertos.

(Antonio Gamoneda)

*

A LA POESÍA ENTENDIDA COMO UNA MANERA DE ORGANIZAR LA REALIDAD, NO DE REPRESENTARLA

Lo que en ella place
place a la índole de las cosas,
inicialmente sin ir dirigidas a nadie,
y en esencia visiones,
                                            y la reflexión
determinando que impulsos, ideas oscuras,
cobren análogo peso, homologadas
en sentencias que otras
sentencias transforman,
                                            apremiadas
por lo que la poesía exige,
                                            lo que el poema
ha de ofrecer a la vista,
afectar a los sentidos,
                                            lo que tendrá
de móvil ofrenda
en un mundo estático,
y lo que el paisaje, los millones
de universales gestos piden,
                                            ser formulados
en tejidos de perenne duración, claros
de diseño, voces modificando
hábitos de conceptos y categorías,
                                            y atendiendo
a que más allá de la verdad
está el estilo,
perfeccionador de la verdad
porque en sí lleva
la prueba de su existencia.

Escríbela,
                                 extrae de ese orden
tus objetos reales,
mayor miseria
que morir o la nada
es lo irreal, lo real sin objetos.

(Alberto Girri, 1967)

*
POÉTICA

La poesía no nace.
Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
total y textualmente.
Usted, al despertarse esta mañana,
vio cosas, aquí y allá,
objetos, por ejemplo.
Sobre su mesa de luz
digamos que vio una lámpara,
una radio portátil, una taza azul.
Vio cada cosa solitaria
y vio su conjunto.
Todo eso ya tenía nombre.
Lo hubiera escrito así.
¿Necesitaba otro lenguaje,
otra mano, otro par de ojos, otra flauta?
No agregue. No distorsione.
No cambie
la música de lugar.
Poesía
es lo que se está viendo.

(Joaquín Gianuzzi)

La importancia de llamarme Juana (Juana Carril)

“La fiel a Dios” es lo que significa. No creo que mi padre, agnóstico desde siempre, haya pensado en eso.
Mi nombre, estaba predestinado desde 1928, año en que murió mi abuela Juana.
Papá, de nueve años, ante la pérdida dolorosa que enfrentaba prometió que su primera hija llevaría ese nombre. Muchos años después, hizo un trato con mi madre, ella elegiría el nombre del varón o de la segunda niña.
La primera en nacer fui yo y a pesar de que el calendario mandaba “Patricia” me pusieron Juana. Así, solito, sin compañía ni sobrenombre. Porque él creía que su mamá tenía solo uno. Muchos años después, se enteró que no era así, que había un segundo nombre, Damiana, pero ya era tarde.
También descubrió, secreto guardado bajo llave, que su padre no se llamaba Julio. Lo habían bautizado, como buen uruguayo nacido justo el día de la Patria, 18 de Julio y le agregaron Sinforoso por si faltara ayuda.
Obviamente que conocido el terrible carácter de “Don Julio” nadie, nunca, se atrevió a burlarse.
Pero fue gracias al “Juana” que siempre fui la preferida entre todos los nietos del abuelo Carril. Yo podía lo que no conseguía nadie, atemperar su mal genio y hacer con él lo que otros no se animaban.
El poder del nombre.
Durante mi infancia renegué de él y ahora “la abuela Juana” soy yo, de nietas que tienen muchas compañeritas con ese nombre.

Por supuesto que hace mucho hice las paces y acepté ese homenaje que durante todos estos años me dio identidad y referencia. Lo incorporé como parte de una afectiva herencia que me regalaron por amor a Juana Damiana. Papá y abuelo no están, desde hace mucho, pero, a veces cuando necesito un pseudónimo uso el Damiana que me quedaron debiendo.

Recostado sobre el mostrador... (Stella Maris)

Recostado sobre el mostrador chorreado de bebidas con olor a alcohol, estaba el marinero apoyado sobre los brazos, sosteniendo su cabeza. El dueño del bar fumaba y atendía a los clientes con desconfianza, porque no era la primera vez que le pedían fiado o le prometían pagarle a la salida de los cuartuchos que hacían de alojamiento en la parte de atrás y que tenían tanto olor a humedad y a tabaco que estaban impregnados por todos lados como en en bar. Había tres a cada lado de un pasillo iluminado con lámparas rojas que colgaban del techo, estaban prendidas todo el dia y apenas dejaban ver las puertas de cada uno, sin llaves y picaportes rotos, con un cartel manuscrito que decía OCUPADO, sostenido de un clavo oxidado y usado incesantemente cuando llegaban los barcos de distintas banderas.
Volvió del baño subiendo el cierre de la bragueta que se había trabado por la urgencia de evacuar tanta bebida, mientras esperaba que alguna puta se desocupara, decidió sentarse en una mesa cerca de la entrada. No quería zarpar sin antes estar con una mujer. Pidió un café fuerte y sin azúcar para estar más despierto. Las voces mezcladas de distintos idiomas de los hombres y las risas estúpidas de las chicas y alguna que otra vieja, lo mantenían entretenido y despabilado. La música de fondo no le gustaba, era puro ruido comparado con los sonidos de los acordeones de su tierra. Empujando la puerta y junto con la bruma que venía del mar, la vio entrar. Sintió odio cuando un muchacho se adelantó y le sonrió guiñándole un ojo, pero ella titubeó y desvió la mirada. Desde su mesa, levantó los brazos haciendo alarde de los tatuajes en los bíceps y con la taza en alto la invitó a que se siente junto a él, como para sacarse el frío. Su cara tan blanca contrastaba con los labios rojos. La estudió de arriba a abajo, la ropa era demasiado discreta, pensó que la muchacha se había equivocado de dirección. Las locas no usan guantes de cuero, medias con costura sin enganches y zapatos lustrados de taco ancho para trabajar en el bar "Los toneles". Ella se le acercó y se paró frente a él. No dijo una palabra pero por sus gestos le dio a entender que pagara un cuarto por una hora, eso sería suficiente para complacerlo. Se levantó un poco mareado, no comprendía por qué lo había elegido, con la barba desprolija y la panza de cocinero de altamar que le caía sobre el pantalón. Dejó el dinero del café que sólo él tomó sobre la mesa con una generosa propina al ver que el cantinero, con un cabezazo le indicaba que ya podía pasar al cuarto. Dio un empujón a la silla antes que la extraña chica se arrepintiera.
Mientras caminaban por el pasillo, le puso la mano en la espalda como para guiarla y sostenerla. Le pareció que temblaba, pero él la calmaría pronto. Ema vio sobre el colchón hundido una sábana sucia y arrugada que intentaba disimular a un cotín que sobresalía en peor estado. No quiso seguir mirando y comenzó a desvertirse.
En cuanto pudo salir de su somnoliencia, se dio la vuelta para ver a la chica desabrida, tan quieta como una muñeca, sin voz, ni siquiera un gemido había salido de su boca, que la tenía despintada por los intentos de besarla y fracasar la mayoría de las veces. Le pareció que no era justa la paga, era mucha para alguien sin experiencia, pero le había gustado el olor a jabón de sus dedos y la delicadeza con que acomodó y dobló sus ropas sobre una silla desvencijada. Ella seguía acostada mirando las manchas techo. Él se incorporó, se vistió con rapidez y le dejó el dinero sobre la mesa de luz.

El único sonido que escuchó antes de cerrar la puerta, fueron unas arcadas violentas.

La casa de las lilas (Elsa Darretta)

Ana había recibido por correo un sobre con fotos muy antiguas. Venía de Rosario. Lo había enviado una de las primas de su padre. Al rasgar el sobre con ansiedad, algo cayó del mismo. Dejó las fotos de lado y levantó un papel pequeño y doblado en cuatro, en el mismo con letra temblorosa estaba escrito: “Querida Ana, te envío estas tres fotos de tus familiares, para que las guardes de recuerdo, en tus manos están mejor”
Ana era la única hija de Antonio y Ángela. Los padres habían nacido en un pueblo pequeño, de la provincia de Buenos Aires. Todos los verano y también en alguna de las vacaciones de invierno, viajaba a visitar su familia. Ana era muy querida por todos y también muy traviesa. A los veintidós años se casó, tuvo cuatro hijos. Ella, con esposo y los chicos seguía yendo al campo a visitar a su gente.
Sentada en el piso del dormitorio, sobre la suave y mullida alfombra color granate, Ana había adoptado una postura de buda en trance. En las manos, sostenía una foto donde se veían a unos niños jugando en la galería, de una casa de campo.
Un rayo de sol se filtraba, a través de la puerta abierta, que daba al jardín. Su luz se proyectaba sobre las fotos esparcidas alrededor de las piernas cruzadas de la muchacha. El álbum abierto guardaba algunas en su interior. Éstas parecían querer salir, desperezarse del largo encierro y tomar vida.
Apenas el sulky tomó el camino real, la tía abuela María, gritó al caballo.
––¡Vamos “Cariño”, apresúrate!
El alazán resopló fuerte y salió a galope tendido, rumbo a Timote Chico. Ana apenas pudo sostener en su cabeza el sombrerito verde que estrenaba ese día. La abuela María, cómo le decía la niña, la había ido a buscar a la casa del tío Antonio, en el pueblo de Timote Grande. Pasaría unos días en la finca de las lilas. Se sentía feliz de ver de nuevo a los tíos y primos, por parte de su padre. como el alazán, con el paso firme, entró por el camino principal lleno de lilas a ambos costados del sendero. El viento mecía suavemente los arbustos altos, mezclando los colores blanco, rosa y
violeta de las flores. Cientos de mariposas “comarca” revoloteaban. Un fuerte perfume embriagaba el aire cálido de fines de enero.
Al llegar a la casa, las recibió un griterío alegre de niños y adultos.
––¡Bienvenida, querida Anita!, -dijo a modo de saludo el abuelo Juan, ayudando a la pequeña a bajar del carruaje.
En un segundo se mezclaron: saludos, abrazos y besos de alegría al ver a la prima Ana.
Ana sigue sentada en la misma posición de buda. Toma otra foto y contempla una casa larga, tipo chorizo, con la galería llena de hermosas plantas. La casa estaba hecha de adobe y barro, con el techo a dos aguas. Era de una sola planta. Las puertas de las distintas habitaciones daban a la larga galería. Cada tanto, un banco de madera color marrón intenso, invitaba al descanso. Plantas de helecho colgaban de los arcos de la galería, donde el viento mecía sus largas hojas como melenas enruladas. Rosas de varios colores, algunas en maceta y otras enredadas se abrazaban a las columnas. Jazmines del país, del cabo y un sinfín de plantas adornaban y perfumaban el aire, sobre todo en las noches cálidas. A Ana le encantaba levantarse al amanecer con los tíos y primos para desayunar, antes de que estos partieran para realizar las tareas del campo. La cocina era muy amplia. El fogón donde cocinaba la abuela María, con un gran tiraje, se alimentaba a leña, carbón o bosta, cuando escaseaba la leña. Aquel artefacto tosco y oscuro, irradiaba calor y mansedumbre, convocando a la familia no solo a comer, sino a departir y elaborar el mañana.
Una leve brisa movió las cortinas de la habitación de Ana, que seguía sentada a lo buda. Una foto hizo un pequeño vuelo y quedó junto a ella. Al tomarla entre las manos, una sonrisa al estilo de la Mona Lisa, pareció verse en su rostro. En la misma estaban las primas Graciela e Irmita, con sus padres Chicha y Petete. El tío Petete era un hombre alto, corpulento, de tez morena. Vestía camisa y bombachas camperas, que unas botas altas sujetaban a las piernas. En el cuello, un pañuelo anudado y en la cabeza una gorra vasca de color negro.
Ana cerró los ojos… Su pecho se agitó al huir un suspiro suave.
La amplia ventana de la cocina, daba al jardín que cuidaba Petete. El hombre, cuando terminaba su recorrido por el campo, le encantaba arreglar las plantas. Se sentía orgulloso de ver el sendero de entrada, desde la tranquera principal hasta la casa, cubierto de los arbustos de lilas que había plantado. Las había cuidado como a un bebé recién nacido. Les hablaba, las mimaba, hasta que fueron creciendo y explotaron en hermosos racimos de flores color rosa, blanco y violeta. Un perfume suave y penetrante seducía el lugar. No permitía que nadie las tocara. Él se encargaba de la poda, de remover la tierra, para airear a “sus niñas” cómo las llamaba.
Ana abrió lentamente los ojos y volvió a mirar la foto. ¿Qué misterio envolvía a Petete? Los recuerdos volvieron a invadirla, a transportarla a cuarenta años atrás.
Con los primos jugando en la gran laguna artificial que había construido el abuelo Juan. Allí varios patos y dos cisnes de cuello negro, se paseaban con elegancia distinguida sobre el espejo de agua amarronada. Un matungo desteñido por los años, movía dos veces por día, el malacate para llenar de agua el pozo. Cuando esto sucedía, los animales salían del agua y se echaban bajo las sombras de las ligustrinas. Entonces ahí aprovechaban los primos a jugar con el agua. Terminaban todos embarrados hasta las orejas. De las orejas, eran llevados los varones por el padre o la madre, reprendiéndoles ya que sabían que nadie debía de meterse en ese lugar. Pero el momento feliz que habían pasado, valía la pena el reto y el castigo.
Apenas terminaban las clases, los padres de Ana viajaban al campo, a la casa de la abuela, madre de su mamá. Siempre sucedía lo mismo, los padres dejaban a la niña al cuidado de la abuela y del tío y regresaban a Buenos Aires. Allí pasaba todo el verano. Un año, le sorprendió que la abuela María, no la fuera a buscar para pasar unos días con los primos. Por más que preguntara la razón de esa ausencia, siempre le respondían lo
mismo “que no sabían nada”. “Estarían muy ocupados con las labores del campo”, no le daban mucha importancia. Pero Ana se sentía rara, angustiada… No dudó más y se fue a la casa de los amigos, tenía que averiguar. Y sí, “Pueblo chico, Infierno Grande”. Sarita, la mejor amiga de Ana, le contó algo que había escuchado hablar a sus padres con otros vecinos. Pero que le habían prohibido a ella que le dijera a Ana lo sucedido.
Ana volvió a tomar la foto de los tíos y las primas. Una nube de recuerdos y tristeza le pasó por sus ojos castaños. El pasado volvió a revivir en el fondo del corazón de la muchacha, ahí donde se guardan bajo “siete llaves”, las cosas que duelen y no se pueden comprender.
Terminaron las vacaciones y Ana volvió a Buenos Aires con Francisca, su madrina, que después de visitar unos días a la madre y al hermano, la trajo de vuelta a la casa de los padres.
Ana empezó a prepararse para comenzar un nuevo año del colegio. Ya había pasado a sexto grado. Nunca comentó con los padres lo sucedido en el campo. Además ella sabía que no le contarían nada. Con el correr de los meses, parecía que la niña se había olvidado de ese verano extraño.
La muchacha va guardando las fotos en el álbum, una por una, acariciando con los dedos los rostros de esos seres tan queridos. Una vez más le invaden ecos de la infancia tan feliz pasada en el campo. Pero igualmente se estremece ante algunos recuerdos…
Y otra vez el verano, pero éste no sería igual a otros. Las clases habían terminado antes de lo previsto. Una severa epidemia de poliomielitis, se había desencadenado más fuerte que las anteriores. Los padres de Ana la llevaron al campo para que estuviera protegida del contagio. El pueblo se hallaba sacudido por las noticias que llegaban de Buenos Aires sobre la
llamada “parálisis infantil”. Ana sufrió al principio porque muchos padres tenían miedo de que los hijos se juntaran con ella y se pudieran contagiar. Ana había recibido la vacuna correspondiente un tiempo atrás. Las dudas de los padres se fueron disipando cuando la abuela María, vino a buscarla para llevarla a Timote Chico. Doña María no expondría a sus nietos a un imaginario contagio, era el comentario de la chusma del pueblo. Ana se sintió renacer. De la incomodidad de no poder estar con sus amigos del pueblo, pasó a la felicidad de estar con los primos. Aunque un dolor oculto todavía la aguardaba.
Ana cerró el álbum de fotos. Se levantó despacio y se fue al jardín. Sentada en una hamaca seguía recordando ese año tan ingrato, pero no menos maravilloso que otros anteriores.
El camino de entrada a la finca seguía resplandeciente con las lilas balanceándose al compás de la brisa veraniega. Le llamó la atención el silencio de la abuela María, casi no había hablado durante el viaje. Ana no preguntaba nada. Quería llegar a lo de los primos pronto. Poder jugar con ellos. Tomar la leche en un tazón blanco y grande con galleta de campo, untada con la mantequilla hecha en el día por el abuelo Juan. La llegada de la niña fue recibida con gritos de los primos y abrazos de todos. Algo raro sucedía. A pesar de la alegría que demostraban, se sentía en el aire como si un fantasma paseara la tristeza por el lugar. Después de la merienda, los primos salieron a corretear por el campo. Graciela, la prima mayor, caminaba lentamente, no hacía caso al llamado de los otros chicos. Ana se fue acercando y, muy suavemente, la tomó de la mano. Se sentaron sobre un tronco distraído del resto del árbol. Y allí brotó la confesión. El silencio salió despedido como un disparo de cañón a cielo abierto.. ¡Basta es hora de saber lo que sucede!, pensaba Ana mirando a la prima a los ojos. Graciela, con un hilo de voz, le cuenta que su padre había muerto el verano anterior. Por eso nadie la había ido a buscar al pueblo. Estaban muy doloridos y no querían que Ana sufriese con la noticia. La muchachita ahogó un pequeño llanto que brotó del fondo de las entrañas. Pero lo peor es que el tío Petete, no había muerto por una enfermedad. Chicha, la esposa, lo había encontrado en el granero colgado de una viga. Se había ahorcado. Petete sufría de una enfermedad que la traía desde sus antepasados: la locura. Y él no quería llegar a ese estado. Siempre había sido un tabú en la familia del hombre. Nadie quería hablar sobre la herencia que pisaba muy de cerca los talones de los hombres. Solamente la heredaban los varones… Ese fue el último año que Ana pasó en Timote Chico. La familia había vendido la casa larga como chorizo, con su galería mezclada de colores alegres y perfumados. La laguna se había secado. Los patos y los cisnes volaron rumbo a otras aguas mansas, seguramente con otros niños. Toda la familia partió hacia Rosario. Allí los chicos podrían tener una buena vida y poder estudiar. Alejarse de los recuerdos tristes. Pero la casa de las lilas siempre viviría en el corazón de cada uno de ellos, también allí habían sido muy felices.
Ana, repasa en su memoria: la graduación de los primos. No había asistido, pero el recuerdo de las cartas donde le daban la buena noticia la llenó de felicidad por ellos. Ricardo, el más pequeño de los varones, se había ido a España. Allí terminó de cumplir el sueño de toda la vida, ser músico. Llegó a ser director de orquesta en Torremolinos y es dónde vive actualmente. El hermano mayor fue el director médico del hospital de Casilda, Santa Fe.
Graciela se recibió de abogada e Irmita de sicóloga. Los abuelos, María y Juan habían muerto unos años atrás. Chicha y su hermana vendieron el negocio de lencería que habían instalado en Rosario y se jubilaron. Hoy ellas están brillando en el cielo como estrellas magnificas.
Ya está anocheciendo, Ana cierra la puerta del cuarto y marcha a preparar la comida para el marido y los hijos.