“La fiel a Dios” es lo que significa. No creo que mi
padre, agnóstico desde siempre, haya pensado en eso.
Mi nombre, estaba predestinado desde 1928, año en que
murió mi abuela Juana.
Papá, de nueve años, ante la pérdida dolorosa que
enfrentaba prometió que su primera hija llevaría ese nombre. Muchos años
después, hizo un trato con mi madre, ella elegiría el nombre del varón o de la
segunda niña.
La primera en nacer fui yo y a pesar de que el calendario
mandaba “Patricia” me pusieron Juana. Así, solito, sin compañía ni sobrenombre.
Porque él creía que su mamá tenía solo uno. Muchos años después, se enteró que
no era así, que había un segundo nombre, Damiana, pero ya era tarde.
También descubrió, secreto guardado bajo llave, que su
padre no se llamaba Julio. Lo habían bautizado, como buen uruguayo nacido justo
el día de la Patria, 18 de Julio y le agregaron Sinforoso por si faltara ayuda.
Obviamente que conocido el terrible carácter de “Don
Julio” nadie, nunca, se atrevió a burlarse.
Pero fue gracias al “Juana” que siempre fui la preferida
entre todos los nietos del abuelo Carril. Yo podía lo que no conseguía nadie,
atemperar su mal genio y hacer con él lo que otros no se animaban.
El poder del nombre.
Durante mi infancia renegué de él y ahora “la abuela
Juana” soy yo, de nietas que tienen muchas compañeritas con ese nombre.
Por supuesto que hace mucho hice las paces y acepté ese
homenaje que durante todos estos años me dio identidad y referencia. Lo
incorporé como parte de una afectiva herencia que me regalaron por amor a Juana
Damiana. Papá y abuelo no están, desde hace mucho, pero, a veces cuando
necesito un pseudónimo uso el Damiana que me quedaron debiendo.
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