Recostado
sobre el mostrador chorreado de bebidas con olor a alcohol, estaba el marinero
apoyado sobre los brazos, sosteniendo su cabeza. El dueño del bar fumaba y
atendía a los clientes con desconfianza, porque no era la primera vez que le
pedían fiado o le prometían pagarle a la salida de los cuartuchos que hacían de
alojamiento en la parte de atrás y que tenían tanto olor a humedad y a tabaco
que estaban impregnados por todos lados como en en bar. Había tres a cada lado
de un pasillo iluminado con lámparas rojas que colgaban del techo, estaban
prendidas todo el dia y apenas dejaban ver las puertas de cada uno, sin llaves
y picaportes rotos, con un cartel manuscrito que decía OCUPADO, sostenido de un
clavo oxidado y usado incesantemente cuando llegaban los barcos de distintas
banderas.
Volvió
del baño subiendo el cierre de la bragueta que se había trabado por la urgencia
de evacuar tanta bebida, mientras esperaba que alguna puta se desocupara,
decidió sentarse en una mesa cerca de
la entrada. No quería zarpar sin antes estar con una mujer. Pidió un café
fuerte y sin azúcar para estar más despierto. Las voces mezcladas de distintos
idiomas de los hombres y las risas estúpidas de las chicas y
alguna que otra vieja, lo mantenían entretenido y despabilado. La música de
fondo no le gustaba, era puro ruido comparado con los sonidos de los acordeones
de su tierra. Empujando la puerta y junto con la bruma que
venía del mar, la vio entrar. Sintió odio cuando un muchacho se adelantó y le
sonrió guiñándole un ojo, pero ella titubeó y desvió la mirada. Desde su mesa,
levantó los brazos haciendo alarde de los tatuajes en los bíceps
y con la taza en alto la invitó a que se siente junto a él, como para sacarse
el frío. Su cara tan blanca contrastaba con los labios rojos. La estudió de
arriba a abajo, la ropa era demasiado discreta, pensó que la
muchacha se había equivocado de dirección. Las locas no usan guantes de cuero,
medias con costura sin enganches y zapatos lustrados de taco ancho para
trabajar en el bar "Los toneles". Ella se le acercó y se paró
frente a él. No dijo una palabra pero por sus gestos le dio a entender que
pagara un cuarto por una hora, eso sería suficiente para complacerlo. Se
levantó un poco mareado, no comprendía por qué lo había elegido,
con la barba desprolija y la panza de cocinero de altamar que le caía sobre el
pantalón. Dejó el dinero del café que sólo él tomó sobre la mesa con una
generosa propina al ver que el cantinero, con un cabezazo le
indicaba que ya podía pasar al cuarto. Dio un empujón a la silla antes que la
extraña chica se arrepintiera.
Mientras
caminaban por el pasillo, le puso la mano en la espalda como para guiarla y
sostenerla. Le pareció que temblaba, pero él la calmaría pronto. Ema vio sobre
el colchón hundido una sábana sucia
y arrugada que intentaba disimular a un cotín que sobresalía en peor estado. No
quiso seguir mirando y comenzó a desvertirse.
En
cuanto pudo salir de su somnoliencia, se dio la vuelta para ver a la chica
desabrida, tan quieta como una muñeca, sin voz, ni siquiera un gemido había
salido de su boca, que la tenía despintada por los intentos de besarla y
fracasar la mayoría de las veces. Le pareció que no era justa la paga, era
mucha para alguien sin experiencia, pero le había gustado el olor a jabón de
sus dedos y la delicadeza con que acomodó y dobló sus ropas sobre una silla
desvencijada. Ella seguía acostada mirando las manchas techo. Él se incorporó,
se vistió con rapidez y le dejó el dinero sobre la mesa de luz.
El
único sonido que escuchó antes de cerrar la puerta, fueron unas arcadas
violentas.
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