A comienzos de enero... (Roberto)

A comienzos de enero de 1922 un buque carguero desembarcaba en el puerto de Buenos Aires, tal hecho cobraba importancia en los medios, pero más precisamente se destacaba su partida hacia Europa. En su estadía  la tripulación visitó la ciudad, pero no así uno de los marineros que permaneció a bordo hasta el último día. Ese sábado 16 del corriente mes un grumete intentó convencerlo para que bajara.
–Sjätte, tienes que conocer esta ciudad –insistía el joven aprendiz.

Pero este marinero parco de palabras respondía negativamente con el movimiento de su cabeza. Pensaba que su compañero solo quería su presencia para poder resaltar, y ser elegido por las mujeres que buscaban intercambiar placeres. 

–Sjätte, acompáñame, hoy es el último día que nos queda, tienes que bajar, debes bajar... –el grumete era como un niño insistente, pero el marinero no escuchaba, recordaba su presencia en tantos puertos, tantas ciudades, donde siempre ocurría lo mismo. La gente esquivaba su mirada como si su presencia contaminara el ambiente. Sentía que en los comercios lo atendían antes para que no espantara a los clientes. O lo atendían último porque temían mirarlo. Las mujeres difícilmente se le acercaban. El sabía que no tenía un buen aspecto, ya que era un hombre de baja estatura, robusto de cráneo enorme y con todo el odio en su expresión facial.

–¡Mira, hablan de nosotros! Tienes que bajar, somos importantes, las mujeres nos quieren conocer, ¡debes bajar! –insistía el grumete mostrándole el diario La Prensa, justo en la página donde hablaba del Nordstjärnan de Malmö.

Sjätte terminaría por aceptar acompañarlo, pero pensando en que sería poco el tiempo que tendría que tolerar el rechazo y la indiferencia. En pocas horas ese sábado Zarparían del dique 3.

Ya dentro de un bar el joven aprendiz de marinero aconsejaba a su compañero

–Es muy fácil, si se te acercan y te dicen hola, buenas noches o lo que sea, solo repites la misma palabra y con una sonrisa mejor –como si el sol saliera de noche, pensó el marinero.

El resto de la tripulación que también se encontraba en el lugar, festejaba la presencia de Sjätte y coreaban su nombre mientras alzaban sus jarros de cerveza. Este no se molestaba a pesar de que ni si quiera ese era su nombre sino un apodo malicioso. Es que sus compañeros aseguraban que si Dios descansó en el séptimo día es porque se dio cuenta de que toda su creación más fea lo había hecho en el sexto día. De ahí el apodo de sexto, o sea en sueco Sjätte.

El grumete después de un tiempo pensó que era mejor alejarse de su compañero si es que deseaba pasar el último día mejor acompañado, aunque este terminó por insultarlo al dejarlo solo. En ese preciso momento apareció una joven señorita y al entrar el aprendiz de marinero se sintió observado, pero la muchacha finalmente se acercó a Sjätte. No fue necesario ningún traductor, el hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo y después a un pasillo y finalmente a una puerta que se cerró. No podía ser mejor esa hora, ese día, ese año o toda su vida, pensó el marinero. En este lugar ¿será así? ¿Las jovencitas se inician con hombres como yo? Se preguntaba. Lo cierto es que al final de ese momento el marinero dejo sobre la mesa de luz unos pesos y también algunas coronas suecas. Va a sentir una gran emoción, imaginó. Tras ese momento Sjätte regresó a la embarcación, paro cuando toda la tripulación regresaba el afortunado marinero ya había arreglado con el capitán su desvinculación. Justo en ese momento se cruzaba con el grumete.

–No puedes abandonarnos. Tienes que subir. Somos una familia Sjätte. Tienes que subir, debes subir –el marinero no lo escuchaba solo pensaba que este era su lugar en el mundo y mientras el aprendiz como un niño seguía insistiendo, Sjätte se despidió deseándole suerte.

Había pasado la noche en un banco de plaza, recorrió la ciudad ese domingo. Algunas personas lo saludaban cortésmente, tal vez por su uniforme o tal vez por su sonrisa que se había adherido a su rostro. Fue en esa tarde que se detuvo en un cinematógrafo. Lo atrajo un cartel que promocionaba películas. Podía ver de espalda a una bella joven que también observaba. A la muchacha se le había caído el pañuelo y el ex marinero se agachó y con una sonrisa se lo entregó. Ella se quedó muda por un momento, hasta que estiro su mano y se presentó.

–Perla, Perla Kronfuss –dijo la joven y el hombre repitió las mismas palabras.

La muchacha esbozó una sonrisa al escucharlo. Finalmente entraron juntos a ver una película, protagonizada por el galán del momento Milton Sills. Sjätte no entendía el idioma, no sabía que podría pasar de ahora en adelante, pero si había descubierto que una sonrisa puede ser el mejor anzuelo.

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