Testigos silenciosos (María de los Ángeles Paradiso)

Yo la vi llegar ese día, encontrar la carta, leerla, dejarla caer y volver a recogerla. También la vi destrozarla en mil pedazos dos noches después. Una noticia así no tiene posibilidad de consuelo. Así es que me llamé a silencio.
Yo fui testigo de que, en un principio, guardó la carta en un cajón, de las lágrimas que lloraron el suicidio de su padre, de los recuerdos que la remontaron a los días felices y a aquellos otros en que el supuesto desfalco los sumió en el oprobio. Quise consolarla durante la noche, pero no me dejó. Quise desalentar su plan, pero me callaba. Su tristeza gritaba más fuerte que mi intento de concientizarla acerca de lo que sería una locura para mi modo de ver las cosas. Pero para ella todo era perfecto.
Yo colaboré para que el olor a sopa de tapioca y la humedad que produjo la cocción de las legumbres le brindaran un cierto alivio y pudiera dormir un poco a pesar del trajinar de su mente atormentada por la venganza que planificaba.
Yo pensé que ella no resistiría la escena con aquel marinero, petiso y grosero, que bajó del Nordstjärnan. Pensé que no se atrevería, llegado el momento, a transitar semejante horror asqueroso al hacerse pasar por prostituta siendo virgen aún. Observar corcoveos, escuchar gemidos y oler el sexo, es lo mío. Pero este caso superó cada experiencia anterior que haya visto jamás. Por eso rompió el dinero que él le pagó, aunque luego se arrepintió. La comprendí.
Y yo, incrédula, escuché insultos en español y en ídisch, en la planta alta de la fábrica de tejidos en la que vivía aquel hombre que había denunciado a su padre, cuando vio el arma en la mano de la jovencita y notó que estaba dispuesta a utilizarla. Vi triunfar a la Justicia en el instante en el que ese traidor, estafador, mentiroso y avaro cerró sus ojos sin comprender demasiado por qué Emma le había disparado.
A esas alturas ya no podías estar más que del lado de la joven. Y ni siquiera importa el motivo de su accionar.
Porque, al fin y al cabo, en realidad, nadie nos quiere escuchar, aunque todos digan “si las paredes hablaran…”.


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