Poner orden en lo invisible (Mirtha Cataldi)

Hoy sentí necesidad de poner orden en lo invisible. Recorrer senderos y recuperar imágenes de la niñez. En esa época vivía en la casa de mis abuelos paternos, donde en pocos metros de tierra se levantaba una huerta con lechugas tiernas de verde brillante, zapallos rastreros, árboles de limones y ciruelas corazón de buey. No sé cómo llegué hasta aquí, casi con cinco años tengo clara la imagen del tejido de alambre que separaba mi casa de la de los vecinos Elena y Oreste. Por algunos tramos se enroscaba una madreselva perfumada, aún puedo percibir su aroma, que impregnaba el aire en las tardes de verano. Otros espacios los ocupaba la ligustrina pero podía igual ver a los vecinos trabajar la tierra. Mi abuelo los había conocido en el Hotel de Inmigrantes y los trajo al barrio. Alquilaron por un tiempo un terreno bien grande, mi abuelo fue su garante y así cuota a cuota llegaron a ser propietarios.

Eran griegos, no tenía familiares en argentina, así que la mía compartía con ellos sus días e este suelo. Entre los espacios en blanco que dejaba la ligustrina, yo miraba siempre hacia el fondo de la casa de mis vecinos un árbol de flores blancas que me llamaba mucho la atención. Cuando Elena no trabajaba en la tierra, me invitaba a tomar la leche en su casa, no tenían hijos en ese tiempo. Solía poner un cajón de manzanas con un mantelito de cuadritos rojo y blanco y allí tomaba la chocolatada que me resultaba mucho más rica que la que hacía mi mamá y saboreaba unas roscas de pan con semillas de sésamo, que las llamaba KOULOURAKIA, recuerdo que no podía pronunciar ese nombre y les decía, las galletitas enroscadas. Nunca más las probé.

Vuelvo al orden invisible, entorno los ojos, como si esa postura me ayudara a recordar con más profundidad, y creo que sí, porque comienzan a fluir historias que me contaron mis abuelos, mis padres y hasta Elena. Hoy asocio imágenes, voces y descubro después de tanto tiempo el origen de mi nombre.

Cuando mi madre estaba embarazada, no sabía qué nombre ponerme e iba y venía sobre una larga lista donde ningún nombre le gustaba. Cuando apenas se instalaron, Oreste y Elena habían plantado un árbol en el fondo del terreno, el que me gustaba mucho. Ellos decían que sus hojas como laurel coronaban a los triunfadores y a los héroes que habían vencido de una manera no violenta. Elena le pidió a mi madre que le pusiera el nombre del árbol al hijo que tenía en su vientre, Mirto, del latín Mirtus, pero no fue varón, aparecí yo y el nombre se transformó en Mirta. Nunca tuve en cuenta esta historia, pero hoy la desempolvé y me gustó recordarla. Escuché decir varias veces, a mis vecinos, que los griegos apreciaban este árbol de hojas perennes y flores blancas, consagrándolo a la diosa Afrodita y considerándolo el símbolo del amor.

Me sorprenden estos recuerdos casi olvidados, que estuvieron escondidos seguro, en algún lugar de mi alma. Es curioso, que después de tantos años haya elegido mirtus, sin pensarlo para crear mi dirección de mail.

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