“Papacito”, como “papá chiquito”, era el apodo
familiar del abuelo. Sabio y poeta de rostro manso y manos pálidas que solían
engarzar mis mejillas, como mis ojos a su sonrisa añejada en una bondad sin
fronteras. Esa tarde de enero y de cigarras, el rostro manso del abuelo y sus
pálidas manos se aquietaron para siempre en la laguna de Pourtalé. Juan, se
llamaba, igual que yo. Él quería que ese último nieto inesperado, que era yo, llevara
su nombre: Juan, por el Bautista, que al parecer vestía un
manto urdido con pelo de camello y solía comer miel silvestre, proclamando el bautismo
del arrepentido. Papacito, todavía escucho tu
poesía. Te evoco en esas vacaciones del verano, aparearte a mi enojo frente a la
sórdida condena de mis padres a “dormir la siesta...porque sí”. ¡No carajo! –exclamabas con predecible
enojo sobreactuado– ¿Cómo un niño puede
sentir deseo de dormir una estúpida siesta, sin que medie el sueño ni el cansancio?
No señor, no mientras esté yo aquí, ¿verdad Juanito? –declarabas con una firmeza inapelable. Entonces
éramos furtivos anarquistas enrolados en la misma causa libertaria. Quizás fueron
escenas familiares impensadamente ensayadas, pero esa clase de amparo colmaba
el alma de Juanito, que era yo. Mis padres terminarían concediendo el tiempo
negado a la siesta porque sabían que en el espigón de la laguna, jugaríamos al juego
que él había inventado para mí. Bajo la sombra estridente de tilos y calandrias,
solía sentarme yo en la hamaca y él en un banco verde inglés, repintado con
esmero año tras año para que no envejezca
–decía–-. Era nuestro momento mágico. Lo llamábamos: “El momento de las respuestas
poéticas”. Parte del juego forzaba suponer que nos veríamos allí por última vez.
Esa noción de “ultima vez” era un reto temible y fascinante. Casi como quedar a
expensas de un extraño, no ajeno a
las cerrazones de mi alma. Un retozo sin apremios por llegar a alguna parte,
caminando en yunta de tal forma, que el último paso sería
siempre el primero. Creo haber descubierto tardíamente que la vida es eso, no
más que eso. La regla de Papacito era muy básica: Responder poéticamente a la pregunta:
Si pudieses cambiar algo en tu vida ¿Qué
cambiarías? Las respuestas recíprocas debían redactarse de tal manera que, cuando
algo brotara desde adentro, traería consigo la belleza de la primera vez. Allí
aprendí a “re-buscar metáforas” –término acuñado por Papacito– que fluirían
como un remanso estético; epifanías y revelaciones de un sentido impensado que a
él lo alejarían de su vejez y a mí de una
niñez sin sobresaltos. Mi abuelo desgajó
amorosamente mi inocencia en el juego maravilloso del éxtasis poético que rondaba
en el espigón de la laguna de Pourtalé. Cierta vez, las instancias del juego me
impulsaron a escribir: ¿Qué cambiaría yo? Cambiaría
mi miedo a morir, por la magia de cobijarme en los brazos de mi abuelo- escribí. Al cabo de un interminable silencio dijo–
¿Cambiarías tu miedo por mi abrigo? ¡No
está mal, claro que no! Pucha que no sé si será fácil hablar de algo tan lejano
para usted, como tan cercano a mí. ¿Te animás a seguir? –asentí exultante–.
Bué, entonces escuche atentamente y en silencio, pero “desde su adentro
silencioso”. Y eso ocurre solo cuando se abre su corazón y se cierra su cabeza.
¿Entiende m´hijito?
De
todos modos, ni usted ni yo sabremos nunca cómo llegará a nosotros. Conocemos
el morir ajeno. Nada sabemos del propio morir, y quizás cuando venga se nos muestre
siempre con vestido nuevo. Su pensamiento lo interroga, sólo su pensamiento. Y
al pensamiento le está negado lo real, lo verdadero, que sólo ocurre en el
instante. Aquí estamos usted y yo tratando de crear poemas, y eso es mucho más
real que cualquier “idea” de morir. ¿Lo puede ver m´hijito? Abra las compuertas
de su corazón, ponga su mano ahí y sienta, acomódese al trote. Entonces verá
que también desde el miedo es posible volver a los espacios silenciosos e
intensos de la poesía. Y podrá regresar a este espigón sin saber cómo ni por qué,
para jugar con él. Déjelo entrar, mírelo a la cara, convérselo, siéntelo en su
hamaca y cébele un mate dulce. Sienta como al cabo de un rato se ahuyenta a sí
mismo buscando semejantes en sala de espera. Se irá yendo sin rostro, de
espaldas, abatido y fundiéndose de a poco a poquito en la niebla de la
madrugada.
–Abuelo, estoy precisamente aquí en el
espigón de la laguna. Soy Juan, tu “Juanito”, un viejo ochentoso, sentado con
mi nieto, en tu banco verde inglés que nadie ha repintado. Acabo de borronear este
poema, para seguir jugando...
A veces pienso en ella
vestida bellamente,
no siempre,
sólo a veces.
Acudiendo
a la cita despojada de prisas,
en una
tarde tibia
de espigón y poesía,
de cigarras y tilos añosos.
Rozando sin malicia
memorias lejanas y consuelos cercanos,
Anidando en mi torso la ternura
de la mujer que amo.
Besando compasiva
los surcos de mi frente,
cabalgando
en mi aliento,
apocando mis ojos lentamente,
emancipándome, como hoja de otoño
que en lúcidos giros
abandona su rama
y se abate en la hierba
renaciendo
en verano.
A veces pienso en ella
vestida bellamente,
no siempre,
sólo a veces.
Hermosa narraciòn...conmovedora!
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