Tu pelo crespo, casi
rubio, está al alcance de mi mano. Me convoca la frente demorada que habita en
tu cara. Se asoman las pestañas semejantes a anillos que puede levantar el
viento. Veo la estructura de tus ojos como círculos concéntricos de un
calidoscopio. Bajo por tu nariz recta, cuya meta son los labios delineados por
un estilista; me detengo deliberadamente, los recorro y me encumbro sobre tus
dientes, perlas cuadrangulares que guardan con respeto la suavidad de tu
lengua. Salto a los pómulos que denigran la llanura de tu cara y guardan como
fuertes inexpugnables la inquebrantable quietud de tus orejas. Desciendo por tu
cuello –envidia de Amedeo Modigliani–, y lo recorro con cautela, temeroso de
que una explosión venosa lo deforme. Me detengo. Salto y caigo en el hueco de
tu clavícula izquierda, que recuerda un triángulo irregular, escaleno. De esa
depresión de piel sedosa, me adentro en la parte superior de tu pecho, desde
donde el panorama se convierte en dunas medianas rematadas por montículos de
restos de caracoles marinos. Desde esa perspectiva, una llanura sinuosa se
desliza hasta un jardín de plantas espinosas. Recorro la llanura centímetro a
centímetro, oliendo el particular aroma de tu piel en plena juventud. Me atrevo
a transitar el atiborrado manglar, tan oscuro como la lejanía del misterio.
Sale el sol de entre las nubes y la playa se convierte–desde la primavera
solitaria–, en un desierto caliente, premonitorio de diluvio.
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