Hoy me rindo, querida (Edmundo K)

Tu pelo crespo, casi rubio, está al alcance de mi mano. Me convoca la frente demorada que habita en tu cara. Se asoman las pestañas semejantes a anillos que puede levantar el viento. Veo la estructura de tus ojos como círculos concéntricos de un calidoscopio. Bajo por tu nariz recta, cuya meta son los labios delineados por un estilista; me detengo deliberadamente, los recorro y me encumbro sobre tus dientes, perlas cuadrangulares que guardan con respeto la suavidad de tu lengua. Salto a los pómulos que denigran la llanura de tu cara y guardan como fuertes inexpugnables la inquebrantable quietud de tus orejas. Desciendo por tu cuello –envidia de Amedeo Modigliani–, y lo recorro con cautela, temeroso de que una explosión venosa lo deforme. Me detengo. Salto y caigo en el hueco de tu clavícula izquierda, que recuerda un triángulo irregular, escaleno. De esa depresión de piel sedosa, me adentro en la parte superior de tu pecho, desde donde el panorama se convierte en dunas medianas rematadas por montículos de restos de caracoles marinos. Desde esa perspectiva, una llanura sinuosa se desliza hasta un jardín de plantas espinosas. Recorro la llanura centímetro a centímetro, oliendo el particular aroma de tu piel en plena juventud. Me atrevo a transitar el atiborrado manglar, tan oscuro como la lejanía del misterio. Sale el sol de entre las nubes y la playa se convierte–desde la primavera solitaria–, en un desierto caliente, premonitorio de diluvio.

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