El armario con jardín (Mirta Cataldi)

Había llegado el momento de partir. En Florencia quedaban mi familia, los maestros, mis afectos. Sin mirar hacia atrás emprendí la marcha.
Metido en un hatajo de mulas, soporté por días una travesía  audaz con un calor asfixiante y una polvareda  que penetraba por mis venas sin reparo. Cuarenta días en ese reducto, me permitieron pensar una y otra vez la decisión que había tomado sin arrepentirme.
Llegué a la Villa Olmo apenas comenzada la primavera. En la puerta del antiguo palacio de estilo Neoclásico fui amontonado junto a otros compañeros, pero mi suerte estaba marcada, me habían catalogado como una curiosa pieza del siglo XVI  una inscripción en mi espalda aseguraba que mi destino  sería preferencial. Había mucho griterío en el lugar y loco de espanto pude alcanzar los bordes del camino y guarecer me entre los árboles. Allí esperé hasta que me dieron el destino final.
Ramanelli el coleccionista del palacio pareció apiadarse de mí  a pesar  del aspecto sucio que tenía pudo ver  entre líneas que mi porte era fiel a mi estirpe. Fui ubicado en la Sala Principal, junto a un gran ventanal. Atiné a sacarme el polvo más grueso sin tirarlo al piso de madera brillante y con cuidado lo guardé en uno de mis cajones.
Cuando llegó la noche dormí lo suficiente como para recuperarme. Mi cuerpo de nogal encerado, comenzaba a asomar con cuidado fui limpiando las  incrustaciones  de marfil, de nácar y metal. Las ornamentaciones geométricas con influencia morisca era mi carta de presentación. En unos días la realeza estaría danzando en el Sala principal a mí alrededor y al de mis compañeros, debíamos estar impecables porque además habría una subasta importante.
Desde mi ubicación divisaba una larga hilera de pinos de copas redondas y un pequeño lago que le permitía a la luna reflejarse. A media noche  no sé si sería el cansancio, pero sentí  un malestar en el estómago, traté de masajearme el cajón del medio, sin lograr alivio. Había pasado casi una hora y el dolor seguía,  un malestar agudo como si una piedra no pudiese recorrer mi interior. Por momentos se asemejaba a un espasmo, no aguanté más y decidí abrirlo. Pensé que quizás tenía un tornillo perforándome el musculo, pero no, lo cerré y lo volví a abrir no me daba cuenta de lo que estaba viendo. No estaba claro, me coloqué de frente al ventanal para que la luna me ayudara. 

Había bastante tierra y varias hojas verdes aferradas a las paredes,  lo cerré y volví a mi lugar. Una voz ahogada pedía luz, miré a todos lados, no había nadie despierto. Abrí nuevamente el cajón y extendí mis brazos. Un  inmenso jardín tapizaba mi interior, estaba enojado, en qué me había transformado. No pude dejarte partir solo, escuché.
Sentí por momentos miedo, confusión, qué haría si Ramelli me descubriese, toda mi familia correría peligro de muerte. Traté de tranquilizarme. Mientras pensaba sentía cómo la enamorada del muro crecía en mi estómago sin pudor en plena primavera, esforzándome al contenerla para que no traspasara mis límites.

Cada uno de los días que siguieron hasta la exposición fui sacando hojitas secas de la hiedra  escondiéndolas en un jarrón chino que tenía a mi lado. De noche conversaba con el jardín, ya no lo podía seguir recriminando, su belleza  me reconfortaba. Se habían sumado al paisaje algunas  florcitas salvajes de manzanilla dándole  color a la escena. No podía creer el poder de las pequeñas semillas, que  habiendo soportado las adversidades en el  viaje, el encierro,  seguían  dispuestas a dar  vida  sin parar.
Antes de dormirnos dábamos una vuelta alrededor del inmenso  Salón, hasta una  fuente de donde sacábamos unas gotitas de agua para sobrevivir.  Ya había llegado el día de la muestra, el jardín se enroscó en el armario dando varias vueltas sobre sí mismo  escondiendo a las flores, nadie podía sospechar  lo que se escondía  allí  adentro.
Llegaron Condes, Vizcondes y Marquesas, el Salón Principal  lucía radiante, las piezas expuestas para la venta estaban ansiosas, supe de buena fuente que el  Vizconde  Vermont estaba muy interesado en ser mi futuro dueño.  Mi presencia atraía la atención de todos. La marquesa de Mertuil  con su mirada sagaz se me acercó y fijó su atención sobre una hojita  de hiedra que sobresalía por una hendija del cajón.  Retrocedí  todo lo que pude pero  un inmenso espejo a mi espalda, no me permitía avanzar más, ella  siguió acercándose hasta abrirme  totalmente y cayó al suelo envuelta en una crisis de escepticismo.
Cerré mis puertas,  apreté fuerte al jardín y salimos corriendo por las escalinatas hacia el parque. Los guardias cerraron nuestro paso,  entonces retrocedimos hasta llegar al lago saltando sobre una embarcación que nos permitió alejarnos. No todo estaba perdido, en el medio del lago dejé libre mi cuerpo para que respiráramos juntos el suave clima del lugar.

 El jardín comenzó a multiplicarse, las hojas de hiedra cubrieron el estanque, mientras toda la nobleza aplaudía nuestra hazaña. La guardia reclamó por altoparlantes nuestra presencia, querían disfrutar de nuestro binomio. Llegamos a la orilla del lago y descendimos por la escalinata de mármol con cuidado de no caernos, mezclándonos entre los presentes que murmuraban absortos.
Ramelli se nos acercó con entusiasmo. Sus ojos desbordaban de asombro, más allá de castigarme duplicó mi cotización para la venta y me confirmó que el Vizconde Vermont había concretado la compra del Armario con Jardín y su deseo era llevarnos como reliquia al Salón de los Espejos en Versalles.

Saltamos de alegría y nos enroscamos en un abrazo enramado.

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