Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La
mayoría de veces, Dora, su pareja, lo acompaña. Un día, se encuentran con una
niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre,
y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar
un cuento para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le
dice. “¿Y tú cómo lo sabes?”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una
carta”, responde Kafka. La niña parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?”,
pregunta ella. “No, lo siento”, dice él, “me la he dejado en casa sin darme
cuenta, pero mañana te la traigo”. Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe
qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?
Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se
sienta frente al escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea,
observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es
cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo
literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una
mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una
realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil
según las leyes de la ficción.
Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la
carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en
voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma
gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es
que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires, y por tanto
deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que
le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus
actividades.
Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es
increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta,
pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para
consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una
criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de
persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas, Nathan.
¡Tres semanas! Uno de los escritores más geniales que han existido jamás
sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para
redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada
frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena,
precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico y a lo
largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la
niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce a otra gente. Sigue dando a la
niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han
surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va
preparando a la niña para el momento en que la mueca desaparezca de su vida por
siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, sin no
lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades,
finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora,
la fiesta de despedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca
vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide
de su antigua y querida amiga.
Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la
muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres
semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia,
y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una
historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo
desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.
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