Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista,
y la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y de palabras
rotas.
Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que
sólo puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una
aplanadora, al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas;
que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte ante los tachos de
basura y que todos los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.
Que cuando quieras decir: “Mi amor”, digas: “Pescado frito”; que
tus manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el
cigarrillo, seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse
junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo,
alumbre una llave inglesa.
Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que
los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único
entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas,
disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de
hierro, que no puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.
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