Iban a tomar café al bar de la playa, en San Clemente del Tuyú. Él
andaba cercano a los ochenta y se vestía como un explorador: sombrero redondo,
tipo casco, chaqueta con enormes bolsillos, pantalón corto y botas ajustadas a
las pantorrillas, símil Stanley y Livingstone. Ella era cincuentona y lucía
siempre falda mediana y blusa con cuello, a la usanza de los años cuarenta del siglo
veinte. Yo tomaba fernet con cola, más papas fritas y maníes que acompañaban al
trago.
Empecé a fijarme en ellos porque noté que
la que siempre hablaba era ella mientras que el explorador escuchaba pacientemente.
Me sentaba en alguna de las sillas cercanas a su mesa y, curioso por
excelencia, intentaba descifrar el monólogo. Sin embargo, a pesar de los
intentos, solo lograba escuchar palabras sueltas como engaño, mar, cielo, bienestar, cáncer, lujuria, tuberculosis, fiebre
amarilla y algunas más, que no me ayudaban a construir una frase coherente.
La rutina de la pareja consistía en
movimientos coordinados pero unilaterales en su concepción: manteca, dulce de
leche sobre las tostadas, cuatro bolsitas de edulcorante y cucharita
revolviendo lentamente el café del explorador. El solo la miraba hacer.
Ese día había amanecido
excesivamente caluroso y la temperatura amenazaba con sostenerse como la
cláusula de un contrato de alquiler: más caliente que el año anterior. La
pareja se sentó, como siempre, uno frente al otro, y la rutina empezó a
cumplirse salvo por un detalle: ella no habló. De improviso, el explorador se
desplomó como un edificio dinamitado. Al día siguiente, me enteré de que la mujer
había confesado que, en lugar de edulcorante, había vertido cianuro en el café.
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