El explorador (Edmundo Kulino)

   Iban a tomar café al bar de la playa, en San Clemente del Tuyú. Él andaba cercano a los ochenta y se vestía como un explorador: sombrero redondo, tipo casco, chaqueta con enormes bolsillos, pantalón corto y botas ajustadas a las pantorrillas, símil Stanley y Livingstone. Ella era cincuentona y lucía siempre falda mediana y blusa con cuello, a la usanza de los años cuarenta del siglo veinte. Yo tomaba fernet con cola, más papas fritas y maníes que acompañaban al trago.
    Empecé a fijarme en ellos porque noté que la que siempre hablaba era ella mientras que el explorador escuchaba pacientemente. Me sentaba en alguna de las sillas cercanas a su mesa y, curioso por excelencia, intentaba descifrar el monólogo. Sin embargo, a pesar de los intentos, solo lograba escuchar palabras sueltas como engaño, mar, cielo, bienestar, cáncer, lujuria, tuberculosis, fiebre amarilla y algunas más, que no me ayudaban a construir una frase coherente.
    La rutina de la pareja consistía en movimientos coordinados pero unilaterales en su concepción: manteca, dulce de leche sobre las tostadas, cuatro bolsitas de edulcorante y cucharita revolviendo lentamente el café del explorador. El solo la miraba hacer.

    Ese día había amanecido excesivamente caluroso y la temperatura amenazaba con sostenerse como la cláusula de un contrato de alquiler: más caliente que el año anterior. La pareja se sentó, como siempre, uno frente al otro, y la rutina empezó a cumplirse salvo por un detalle: ella no habló. De improviso, el explorador se desplomó como un edificio dinamitado. Al día siguiente, me enteré de que la mujer había confesado que, en lugar de edulcorante, había vertido cianuro en el café.

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